No es el reptil
que tienta con su boca ávida
desde el viejo manzano
del bien y el mal.
Ni Lilith,
ni una de tantas
nefandas encarnaciones del pecado.
Ni vedette proletaria,
ni siquiera
la devaluada y tropical
sacerdotisa de Venus
con que desean confundirla
sus dizque adoradores.
Una mujer al uso,
que se toma, se llena,
se quiebra y se repone
como una pieza más en la vajilla cotidiana
de los hombres;
para que la otra,
la, supuestamente, de lujo
jamás se descascare,
se desdore, ni pierda
el precioso y suntuario
estatus que le da la posesión.
Pero, al cabo,
detrás de la falacia,
ambas se sienten
igual que cualquiera de las dos vajillas:
larga y desdeñosamente
usadas
por un cuerpo que jamás comprenderá
a la piel que lo envuelve.
La misma piel que sabe
que hay un sordo desprecio
aun en el fondo del más hondo deseo
y que hay un resto de humillación
en cada entrega.
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